El Mensajero

AMIA y la democracia herida: una deuda política que nadie quiso saldar.

A 31 años del atentado terrorista contra la sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), la sociedad argentina vuelve a conmemorar una fecha que, más que un recuerdo, es una herida viva. El 18 de julio de 1994 no solo marcó el mayor atentado terrorista en suelo argentino. Fue, también, el inicio de un ciclo de impunidad política, judicial y mediática que persiste hasta hoy.

No fue solo terrorismo,  fue colapso institucional el atentado, que dejó 85 muertos y más de 300 heridos, desnudó las fragilidades del Estado argentino. Pero el colapso real vino después: las investigaciones fallidas, las pruebas manipuladas, el rol encubridor de los servicios de inteligencia, y una justicia que durante décadas demostró ser parte del problema, no de la solución.

¿Quién paga el precio cuando el Estado no puede —o no quiere— esclarecer un acto de terrorismo? La respuesta es clara: lo pagan los familiares de las víctimas, la comunidad judía, y una sociedad que ve cómo la democracia retrocede frente a las operaciones y la corrupción.

El atentado dejó 85 muertos y más de 300 heridos

Desde el primer día, la causa AMIA fue una pieza en el tablero político. En lugar de construir un camino hacia la verdad, el caso se transformó en una caja negra utilizada para negociar impunidad. Funcionarios, jueces, fiscales y espías participaron de una red de encubrimientos que no buscó justicia, sino control.

El encubrimiento del atentado —confirmado en juicios posteriores— no fue un hecho aislado, sino una práctica sistémica. Y esa práctica continúa. Cada nuevo aniversario sin condenas firmes ni responsables materiales juzgados es una prueba de que la impunidad no es un accidente: es una política de Estado.

 Geopolítica, silencios y pactos incómodos

El atentado a la AMIA, como el ataque previo a la Embajada de Israel en 1992, expone la vulnerabilidad de Argentina frente a los conflictos internacionales. Pero el verdadero problema fue interno: el Estado argentino no solo fue incapaz de proteger, sino que además encubrió.

Las conexiones con Irán, el rol de la SIDE, la fallida “pista siria”, el Memorándum de Entendimiento con Irán firmado en 2013 y la denuncia —y posterior muerte— del fiscal Alberto Nisman, componen una trama que va mucho más allá de lo judicial. Es una novela negra del poder argentino, donde cada capítulo parece estar escrito para entorpecer, no para esclarecer.

Una democracia que no puede dar respuesta ante un atentado de esta magnitud queda herida. ¿Qué mensaje se transmite cuando ningún gobierno logra avanzar con claridad en el caso? Que la verdad tiene un costo político que nadie está dispuesto a pagar. Que la impunidad es un lenguaje compartido por todos los colores partidarios.

A más de tres décadas del atentado, el reclamo de justicia sigue intacto

La causa AMIA debería ser un pacto nacional por la justicia, pero fue convertida en una trinchera partidaria. Una oportunidad histórica para defender la institucionalidad fue transformada en un campo minado por intereses oscuros.

A más de tres décadas del atentado, el reclamo de justicia sigue intacto. Pero la confianza en que esa justicia llegue se desgasta cada año. Lo que se perdió no es solo tiempo: se perdió la fe en que el sistema funcione.
La memoria, en este contexto, no debe ser un ritual vacío. Debe ser un acto de resistencia frente al olvido inducido por la impunidad. Recordar es una forma de exigir. Y exigir, una forma de defender la democracia que todavía nos deben.

 

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