Escribe Gustavo Billarruel
Estamos inmersos en una batalla cultural que interpela nuestra conciencia y nuestra capacidad de transformar la realidad. Vivimos en una sociedad fragmentada, marcada por profundas divisiones y conflictos que afectan nuestras relaciones cotidianas y nuestras estructuras sociales. Estos conflictos, que atraviesan el tejido social, requieren respuestas claras y efectivas. En este contexto, la política se presenta como una herramienta fundamental para ofrecer soluciones. Sin embargo, la pregunta es: ¿quiénes están utilizando esa herramienta y con qué propósito?
En lugar de ser un canal de consenso, la política actual ha sido utilizada para estigmatizar a los otros. La polarización ha alcanzado tal nivel que, en vez de generar espacios de diálogo, se fomenta el enfrentamiento y la división. Este gobierno ha instaurado un clima de violencia, no solo verbal, sino también estructural. A través de sus políticas, se perpetúa la violencia en todos sus ámbitos: la social, la económica, la política. La violencia no es solo un acto físico o verbal, sino que se materializa en la discriminación, la desigualdad y el desamparo.
Los sectores más vulnerables de la sociedad, aquellos que siempre estuvieron al borde de la pobreza, hoy viven con aún más incertidumbre y sufrimiento. A la par, quienes históricamente han tenido acceso a más recursos y oportunidades, siguen viendo cómo se amplía la brecha entre unos y otros. Esta situación nos confronta con una realidad dolorosa: mientras algunos pueden aspirar a más, los que menos tienen siguen perdiendo posibilidades de superación.
¿Estamos viviendo en una sociedad de quietud? Tal vez la respuesta dependa de la perspectiva desde la que se observe. Para muchos, esta quietud es simplemente una máscara que oculta el crecimiento de la violencia. Este gobierno, con su retórica y sus políticas, no solo multiplica la violencia, sino que la normaliza, la institucionaliza. Nos presenta la pobreza como un destino ineludible, como una condición natural de nuestra sociedad. Sin embargo, la pobreza no es un hecho inmutable, es una forma de violencia estructural que el Estado ha decidido ignorar.
El silencio en el que nos encontramos no es ni de reflexión ni de calma. Es un silencio cómplice que apaga las voces de quienes claman por justicia. Este silencio nos priva de la posibilidad de cuestionar el modelo, de pensar en alternativas, de exigir cambios profundos. La pobreza, que afecta a millones, se ha convertido en una suerte de destino inevitable, y nadie parece hablar de ella como un problema que debe ser resuelto.
No nos sirve este momento de quietud, de pasividad. Necesitamos abrir los ojos ante la violencia estructural que este gobierno fomenta y la indiferencia social que la acompaña. Como dijo Eva Duarte de Perón, «a donde hay una necesidad, debe hacerse un derecho». Esta frase, que nos recuerda la necesidad de justicia social, hoy debería resonar con más fuerza que nunca. La necesidad de luchar por la igualdad, por una Argentina donde los derechos no sean un privilegio, sino una conquista para todos, se hace urgente.
Este es el momento de actuar, de dejar atrás la quietud y de transformar el discurso y las políticas para que la justicia, la igualdad y la paz sean los principios que rijan nuestra sociedad. La política debe ser una herramienta para la reconciliación, no para la división. La pobreza no es un destino, es una violencia que debemos erradicar, y solo a través del compromiso y la acción colectiva podremos lograrlo.